En “El Conde”, décimo largometraje de Pablo Larraín, Augusto Pinochet (interpretado por Jaime Vadell) es un vampiro de 250 años de edad, envejecido pero no vencido, que vive en un remoto rincón de la Patagonia junto a su esposa, Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer).
En la enorme y destartalada casona que habitan, los atiende un mayordomo, Fyodor Krasnoff (Alfredo Castro), que realiza con parsimonia cada una de las actividades domésticas. Una visita de los cinco hijos de Pinochet y Lucía está anunciada para las próximas horas y los ánimos para recibirlos no son los mejores.
Esta es solo la primera y más superficial capa de una película convencidamente provocadora, visceral e irónica hasta el sarcasmo, que aborda la figura del dictador chileno como nunca antes se vio en el cine.
Porque tras esta apariencia casi familiar, casi cotidiana, se ocultan -en los subterráneos de la casona, en algún desván escondido y en las criminales vivencias del protagonista- secretos espantosos y deseos inconfesables, propios de criaturas del averno.
“El Conde” es un relato de monstruos -algunos de ellos inmortales, otros no- y está ambientada en el presente porque quiere hablar del Chile actual mientras lanza una mirada histórica que va mucho más allá del Golpe de Estado de 1973; es un linaje perverso que se remonta hasta la Revolución Francesa (la forma en que Larraín reconstruye y filma estas escenas es espectacular) y que expande su maldad hasta nuestros días. Y nuestras noches.
“La impunidad hizo eterno a Pinochet, como un vampiro” declaraba hace una semana Pablo Larraín en la conferencia de prensa del Festival de Cine de Venecia. Esta idea cruza la película de punta a cabo y resuena fuerte en estas jornadas previas a la conmemoración de los 50 años del Golpe.
Imágenes formidables
La voz en off en inglés de una mujer que habla con cuidado acento británico (adivinen quién es) nos cuenta todos los detalles de esos tiempos pasados y los ancla luego en este 2023, en que sentados en nuestras butacas nos fascinamos progresivamente con las magníficas imágenes en blanco y negro del director de fotografía estadounidense Ed Lachman y nos sorprendemos con los mordaces giros de la trama.
Escribo ‘mordaces’ pero en realidad es mucho más que eso. Pablo Larraín escribió el guión de “El Conde” con el dramaturgo Guillermo Calderón (antes habían firmado en conjunto “El club”) y su ánimo corrosivo inunda la pantalla y cada línea de diálogo.
“El Conde” lleva su ficción y su espíritu provocador hasta las últimas consecuencias. Nadie puede decir que el filme de Larraín se queda a medio camino o deja alguna bala por disparar. La banda militar toca marchas para que Pinochet y Lucía bailen y evoquen tiempos mejores; los crímenes del dictador son expuestos sin ambages, tal como la calamitosa relación que mantiene con su esposa; y su apetito por la sangre está literalmente presentado, tal como su profunda carencia de humanidad.
Hay una escena sin palabras, inquietante, bellamente filmada y de plena resonancia en el presente, en que el siniestro vampiro se deja caer en uno de los patios del Palacio de La Moneda y recorre sus pasillos.
La apuesta de la película es arriesgada, como tenía que serlo, y la realización cinematográfica de Pablo Larraín es brillante, aun cuando el tono pueda ser considerado como exagerado en algún pasaje (es una sátira, nunca olvidemos eso).
Todos los valores de la producción merecen ser destacados, desde la dirección de arte y el montaje hasta el vestuario y el maquillaje, sin dejar de mencionar la elección de la música barroca que recorre la cinta, de Vivaldi al inglés Henry Purcell, de quien se oye casi como leit-motiv el aria del Genio del Frío de su ópera “King Arthur”.
Las actuaciones
Quiero enfatizar que “El Conde” cuenta con un elenco chileno de primer nivel y con un conjunto de actuaciones sobresalientes.
Jaime Vadell y Gloria Münchmeyer ofrecen trabajos descollantes en los roles del dictador y su esposa. Sus personajes se mueven entre la decadencia y la perversidad, la frialdad y la maledicencia, entre ofensas y turbiedades, al borde del asco, y ambos interpretan este registro difícil de modo impecable, sin caricaturas, sabiendo darles la debida complejidad. Bravo!
En el rol del mayordomo Krasnoff, Alfredo Castro está escalofriante. Su relación servil y retorcidamente sumisa con Pinochet está expresada en cada un de sus gestos rígidos y ridículamente formales, y su primer descenso a los subterráneos, con la cámara que lo sigue como en un descenso al fondo del horror, es un enorme momento de cine.
Las hijas y hijos de Pinochet y Lucía están a cargo de un quinteto que funciona de manera muy precisa (Antonia Zegers, Amparo Noguera, Catalina Guerra, Diego Muñoz y Marcial Tagle) y donde se lucen especialmente las actrices, agudas y socarronas.
Y quien se consagra en “El Conde” es Paula Luchsinger.
Frente a la cámara de Pablo Larraín, Paula ilumina la pantalla con su admirable fotogenia y su mirada intensa, para darle al personaje de la novicia un carácter que parece desenvolverse en una dimensión distinta, al filo de lo real. El blanco y negro le otorga además el aura de una actriz del cine mudo (se piensa en “La pasión de Juana de Arco”) y le corresponde protagonizar una escena que constituye sin duda el clímax artístico de la película.
Se va a hablar mucho, y no solo en Chile, de su trabajo cuando la película se estrene en Netflix el 15 de septiembre.
René Naranjo Sotomayor.
Tal como nos indicaste en clases. El Conde sería un film que levantaria criticas de todo tipo. Es un trabajo incomodo para muchos sectores. Los hmnos Larrain en la élite del cine mundial..... Pero aquí estamos en la discusión si se ríe o no de Pinochet.
Qué bien escrita tu crítica. Gracias.